La iaia Julia

La cafetera pequeña

Acomiadar algú no és mai fàcil. Tot i tenir assumit que no hi ha vida sense mort el fet de saber que no tornaràs a comptar amb la companyia d’aquella persona és sempre dolorós. Quan ens va deixar la iaia Julia vam saber que l’haviem d’acomiadar tal com havia viscut, de forma serena, austera i noble. Al voltant de la taula on ella ens acostumava a reunir, fills i nets vam fer aflorar els nostres millors records tot component aquest breu relat sobre la seva vida.

La fotografia que acompanya el relat és obra del meu gran germà petit Didac Casanellas.


La cafetera pequeña

La abuela Julia nació en Cardedeu. Nació, cómo quien rompe un huevo para hacer una tortilla. Era a finales de 1932 y era la tercera hija de Manuel y Manuela. Antes que ella, en aquella cocina, ya correteaban Pilar (como la pilarica) y Montse (como la moreneta), los dos platos principales de un menú catalano-aragonés. Después de ella vendrían Pedro y Vicente.

Los platos rotos de la guerra hacen que sus padres dedidan volver a su Chiprana con los cinco. «Por lo menos, allí, podremos comer patatas», decía su padre Manuel. En Chiprana mezclaron el sabor de la tierra que trabajaban con olor del café que Manuel alquiló. Entre puntada y puntada, a Pilar y a Montse les llamaron «las cafeteras», y a Julia «la cafetera pequeña», apodo con el que se reivindicó hace solo unos días.

Entre olivos y campos de cereales, y a tocar del Ebro, las manos de Julia se curtieron recogiendo aceitunas y haciendo garbillas. «La más guapa del pueblo!», la llamaban.

A aquel guiso llegó un ingrediente que, cómo la cebolla, se convirtió en imprescindible de todos sus platos. Cómo la cebolla, que endulza y entiernece, y es capaz de hacer saltar las lágrimas. Antonio enamoró a Julia y le regaló un anillo con la foto de ellos dos para que le esperara durante la mili.

La vida les llevó a aprender nuevas recetas por donde pasaban. De Chiprana a Poleñino, dónde nació Ana Maria, y a Mura, donde nació Armando. Siendo ya cuatro en la mesa, llegaron a Vilafranca donde Antonio, junto a su hermano Aniceto, aprendió a llevar el tractor y más tarde el camión. Y fue aquí, en el Penedés, tierra de viñedos, donde, a fuego lento, Julia y su família crecieron. De la calle Amalia a Santa Digna, hasta el piso del Passatge Moliner donde tantos ratos hemos saboreado con ella.

De preparar bocadillos para las excursiones en 600 a la playa o a Montserrat, donde acabaron subiendo andando, a llenar la mesa con calamares rellenos por Sant Fèlix y canelones en Navidad.

Ana Maria y Armando recuerdan las tardes de domingo jugando a cartas, las meriendas de galletas con mantequila y azúcar, o los viajes por España. Recuerdan cómo les cuidaba y se preocupaba por ellos, les preguntaba por sus cosas, ya fuese de día, o de noche mientras dormían. Ana y ella compartieron horas de trabajo en la mercería, entre botones, cintas, dedales y algun que otro cruce de opiniones. Armando la subió a un avión. La família al completo viajó a Noruega a comer salmón, a jugar con trolls y a celebrar la boda de Cristina y Armando.

La casa de Julia y Antonio siempre nos acogió, ya fuese para comer los jueves, celebrar días especiales o para cobijarnos cuando salíamos por Vilafranca en fiestas. Siempre teníamos un plato en la mesa (y qué platos!), un colchón de lana, una sonrisa y un buen consejo. Aunque si alguno llegaba sin avisar, se llevaba también una regañina , «veniu sense avisar, i no hi haurà prou dinar per tots», decía con dos platas de croquetas, berenjenas, macarrones y lomo en la mesa.

La recordaremos por su amor dulce, con su sarcasmo picante, sus opiniones especiadas, su cariño reconfortante, y su fuerza.

 

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